Que
yo fuera buscabichos, no quiere decir que todos los bichos me fueran
simpáticos. A algunos se las tenía juradas.
Si los buscaba, no era por cierto para
ofrecerles mi cariño. Uno de ellos fue el zorro. Aparecía una gallina muerta y
sin pechuga. “¡Zorro!” decían los mayores.
Estuve junto a la trampa. Allí estaba, mismo,
el matrero. Era un zorro regular; pelo grisáceo renegrido, aspecto y tamaño de
un perro policía joven; cola apenachada. Estaba furioso de impotencia.
Mi
tío agarró un maneador, y, como pudo,
enlazó al zorro y lo hizo salir.
Pude manotear un palo grueso y acertarle al
enemigo dos o tres garrotazos. El zorro comenzó a tambalear, para desplomarse
enseguida, completamente inmóvil... “Muerto”, me dije.
Y a mi tío:-Lo maté.
-Capaz que sí…
-¿Qué hago?
-Pues y si lo mató, sáquele el maneador.
Obedecí. De lo demás, no quise
acordarme. Al volverme para cargarlo, “el muerto” se había incorporado.
-¡Revivió! –grité.Por mucho tiempo no quise hablar ni oír hablar de semejante
bicho.
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